jueves, 4 de junio de 2009

El pequeño saltamontes


David Carradine fuma opio apoltronado sobre un sofá chino en las afueras de Hollywood. El buen David es un hombre grande ya y los recuerdos sobre aquella serie de TV le revuelven el estomago. Una rubia siliconada yace desnuda frente a él que solo la contempla, como un objeto inanimado, igual que como contempla el plasma de fondo que repite imágenes de Kill Bill y al muy buen David le dan deseos de observar desnuda a Umma Turmhan untada en sangre. Vuela David, vuela y un rostro surcado de arrugas se piensa en un fumadero de opio en el barrio Chino, en la India camino a Katmandú, en los prostíbulos más exóticos de París, en una comuna hippie de San Francisco, en la edad de la inocencia cuando era Alicia en el País de las Maravillas charlando con los conejos.
David Carradine apura una pitada del opio de aquella enorme pipa de agua y la rubia siliconada se menea bebiendo cerveza frente a él. David desea una mujer capaz de partirle el corazón con el golpe revienta corazones de Pai Mei, tiene en cambio una cara rubia siliconada, con los ojos vacíos y un sexo frío. David se desvanece, como una imagen en blanco y negro, como un recuerdo inscripto en los pliegues de la cultura pop, como el sonido de una flauta de caña frente al viento, como un pequeño saltamontes que marcha hacia la nada.

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