Frente a la Plaza Congreso, cantando una melodía aborrecible ante la
indiferencia de todos. Aquella cantante solitaria, estaba acompañada por
un hombre silencioso parado a su lado. No parecía amor, ni comercio,
era más bien una soledad inmensa, que hedía a cadáveres destripados por
la metralla, de cuyo vientre salían larvas de gusano transformadas en
mariposas. Podría haber pensado en un amor que dolía tanto que su única
redención era un exilio infinito en el recuerdo más atroz.
Transeúntes que olían a sexo rancio y se tiraban pedos bajo la luz de
la luna, seguían de largo. Y aquella cantante, morocha, regordeta y su
acompañante calvo, delgado y silencioso se mantenían firmes con aquellas
melodías que recordaban el trago de la cicuta de Socrates o la marcha de
la derrota de los soldados en una guerra sin sentido.
La carga ligera de los autos fue el final de aquel pequeño recital condenado al olvido.
La carga ligera de los autos fue el final de aquel pequeño recital condenado al olvido.